Cuan cambiante es el
calidoscopio que, en ocasiones, vemos de nuestra propia vida.
Por momentos se llena
de imágenes, en otros es oscuro, pero siempre esta allí si lo queremos ver.
Un caballero
debatiendo el amor de su amada espada en mano contra el destino; el reflejo del
sol sobre una mesa que acumula polvo y tiempo sin inquietarse; el juego de una
mujer y un chico; el mar como testigo de una noche memorable; la risa; la
mirada; una palabra; un intento...
Más imágenes de las
que se pueden describir, algunas nuevas, otras con algún tiempo. Y al ir
girando van tomando forma, vida. En ocasiones se juntan formando un todo, una
misma imagen clara, como si fueran perfectas piezas de un rompecabezas que al
ensamblarse le da forma de un enorme collage.
También se rescatan
visiones y se proyectan, así como se hace con el calidoscopio al cual se lo ve
en el cielo en una noche sentado al borde de una decisión a tomar. Y cuando
estas ultimas son determinantes para el momento parecen las piezas separarse, y
allí nos sentimos nosotros mismos en partes sin saber como volver a unirlas,
intentando encontrar sin buscar el correcto camino, como si todo tuviese una
solución prefijada. Entonces el abismo se agranda y ante el temor de caer
resignamos lo único que no puede relegarse: nosotros mismos.
Porque si hacia el
oscuro miramos siempre encontraremos una luz proyectada quizás en una mano
tendida hacia nosotros.
Entonces si el paso
tomamos el vacío se acorta y descubrimos que en el podemos caminar, sin caer,
sin arriesgar las imágenes.
Porque aquel
calidoscopio al girar va filtrando y dejando para siempre las visiones fuertes
aquellas que solemos mirar y de las cuales tomamos fuerzas.
Gira nuevamente, el
sol y su luna, un conejo de ensueños, el placer de volar, la ausencia y una
presencia que se entremezcla como si quisiera quedarse allí, como si quisiera
gritar ¡presente!