Acumulándose entre los rincones,
estantes y muebles de la casa fueron copando la escena cotidiana.
La presunta belleza del primer
instante fue perdiendo la magia y haciendo que cada piedra tuviera aun más peso
y cada caracola cambiara el sonido del mar atesorado por las palabras de cada alma de la casa. Fue entonces que
poco a poco y como una especie de venganza cada piedra, cada caracola fue
transformando la casa.
Y fue recién en una noche de algún
verano, empezaron a aparecer por todos lados, se multiplicaron aun en los
espacios más alejados como una muestra clara de manifestación emblemática y
entonces fue en una, si se quiere, inexistente
charla que contaron que cuando fueron levantadas de sus lugares de origen
sintieron la calidez de las manos, la alegría de las miradas y creyeron en el
elogio entregado. Pero que jamás habían pedido se trasladadas y aun cuando
hicieran toda una fuerza extraña kilómetros de asfalto las separaron de su hábitat.
Ya no había camino de regreso, ya
la energía había cobrado el camino inverso de llegada. Ya estaban de vuelta aun
cuando nada reflejaba.
Es entonces que entendió aquel
habitante de aquella casa que debía dejarlas ir, que ya no importaba si habían sido
bellas y siquiera debía confundir algún existente brillo.
Piedras y caracolas tienen su
lugar, aquel habitante también.
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